Un pequeño porcentaje de la población sufre patologías genéticas y degenerativas para las que no hay cura y que, por su baja prevalencia, son grandes olvidadas, como las distrofias hereditarias de retina
Al principio son detalles sutiles, como chocarse con las esquinas de las mesas (y no por torpeza) o no poder ver nada en lugares poco iluminados (ceguera nocturna) o en los que haya cambios bruscos de luz. Con el tiempo, no se puede ir al cine porque, además de la oscuridad, no se puede ver toda la pantalla; no se saluda al vecino que pasa al lado porque no se le ve o no se le distigue la cara; no se puede conducir y manejarse en metro es una odisea porque no se ven los letreros. Encontrar la puerta de salida en una habitación o en una tienda es un desafío.
Hasta encontrar un objeto que se cae al suelo es una labor ardua cuando se padece retinosis pigmentaria -un campo visual normal abarca una circunferencia de dos metros de diámetro y en las personas con esta patología es de apenas 26 centímetros-. Se trata de una enfermedad genética en la que se va perdiendo progresivamente el campo visual, lo que se llama visión en túnel o cañón de escopeta, hasta llegar a la ceguera legal y, en algunos casos, a la ceguera total.
Para Marta G. Corominas, una de las 15.000 personas afectadas en España, la enfermedad no era desconocida. Su madre y otros familiares estaban afectados, pero ella nunca tuvo síntomas y no tuvo la confirmación hasta los 27 años, cuando se sometió a un estudio genético familiar.
«En 2007, con 34 años, tuve el primer bajón, se empezó a desarrollar. Yo trabajaba en banca, coincidió con los años más duros de la crisis y tenía mucho estrés. En 2013 sufrí una crisis importante y perdí la vista. Un año después tuve que dejar de trabajar», cuenta Marta, que con un ojo sólo distingue si hay o no luz y en el otro conserva un resto visual.
Lo más duro para ella fue tener que dejar de trabajar. «Nunca lo habría pensado. En el banco no querían que me fuera, pero tuve que tomar la decisión porque estaba empeorando muy rápido y mi oftalmóloga ya me había dicho que me podía quedar ciega totalmente». Su entorno de amistades no fue tan comprensivo como el laboral. «Decían cosas como ‘qué suerte que no trabajas’, y al mismo tiempo me trataban a veces como si fuera una caradura porque en un restaurante, por ejemplo, tenían que leerme la carta. Para mí, incluso ir sola a los baños de un bar es difícil porque suelen ser sitios con poca luz y tampoco veo bien los iconos que distinguen el de caballeros y señoras».
Aun así, va sola al baño y por la calle. Ve un poco la tele. Lleva lupa para leer, aunque los libros se le resisten. Usa bastón si camina por zonas que no son habituales para ella o es de noche. Y en el móvil tiene aplicaciones que indican todo por voz. Asegura que se obliga a hacer cosas y se ha volcado en el bebé que tuvo su hermana, «en las actividades culturales en la asociación y la sensibilización en los colegios». Se refiere a la Asociación Retina Madrid, con la que colabora. No se plantea la ceguera total. «No quiero pensarlo, vivo el día a día».
La retinosis pigmentaria es la más prevalente de lo que se conoce como distrofias hereditarias de retina (DHR), enfermedades genéticas y degenerativas consideradas raras porque afectan a un pequeño porcentaje de la población, lo que juega doblemente en su contra. «El ojo tiene dos aspectos muy buenos: no duele y no te mueres», argumenta Mario del Val, secretario de la Federación de Asociaciones de Retinosis Pigmentaria (Farpe) y de la Asociación Retina Madrid.
Así, enfermedades como las DHR, paradójicamente al hablar de la vista, son invisibles. Suelen manifestarse en la adolescencia, pero su diagnóstico puede llevar muchos años y su progresión puede ser lenta, además de distinta en cada paciente. Aunque poco a poco se están logrando avances para frenarlas, no tienen cura -es tejido neuronal, como el cerebro, y cuando muere no se recupera-. No todas acaban en ceguera total, pero sí en ceguera legal (en nuestro país se considera como tal a una persona con una agudeza visual de 1/10 en la escala de Wecker y un campo visual reducido de 10º) y en todo ese proceso hay baja visión -no ver con la calidad que permite manejarse con independencia-. En España más de dos millones de personas sufren baja visión.
Por cómo afectan a la vista, básicamente hay dos tipos de DHR: las que afectan a la periferia (visión en túnel) y, al contrario, las que conservan la visión periférica pero se pierde el centro. También se puede dar una combinación de ambos. La retinosis pigmentaria es del primer tipo. La segunda DHR más prevalente es la enfermedad de Stargardt, que suele ser del segundo tipo (afecta al área central).
La acromatopsia congénita es la más frecuente de las patologías de los conos -responsables en la retina de la visión de alta resolución y de la visión en color-. También se puede destacar, entre otros, el síndrome de Usher, que se presenta con la disminución de la capacidad auditiva, o la amaurosis congénita de Leber, que es la forma más temprana y más grave de todas: los bebés pueden ser totalmente ciegos. Además de las particularidades de cada una, las DHR se asocian a otras complicaciones oculares como las cataratas o los desprendimientos de retina.
Fuente: artículo publicado en el diario El Mundo en su edición de papel por la periodista Rocio Rodriguez Garcia-Abadillo el día 11 de octubre de 2018. Día Mundial de la Visión